Wednesday, March 12, 2025

Mi Último Día en la Universidad

 



Mi Último Día en la Universidad

Como puedes imaginar, obtener mi título de doctorado de la prestigiosa Universidad de California, Berkeley no fue algo fácil. Me costó seis años de mi vida, muchos estudios, mucho trabajo y el desafío de navegar las demandas conflictivas de mis profesores y asesores. Por ejemplo, después de revisar y resumir toda la literatura psicológica en el área de mi investigación, el tercer asesor, un sociólogo, insistió en que revisara toda la literatura sociológica relacionada; esto añadió unos seis meses al proceso de escritura de mi tesis.

Para aumentar los obstáculos, era la época de la guerra de Vietnam, la invasión de Camboya y el asesinato de estudiantes manifestantes en Kent State University. La mayoría de los estudiantes estadounidenses, incluyéndome, a menudo abandonábamos nuestras clases para protestar contra la guerra y el gobierno. Con igual frecuencia, el campus era invadido por miles de policías con sus porras y gases lacrimógenos; les llamábamos los "blue meanies" – crueles azules – por sus uniformes azules y su brutalidad.

Aparte de mis labores como estudiante y el drama político simultáneo, gran parte de mi experiencia en Berkeley fue burocrática. La universidad era enorme – más de 30 mil estudiantes de pregrado y 12 mil estudiantes de posgrado. Desde mi primer día, pasaba mucho tiempo esperando en filas: la fila para matricularse, la fila para un chequeo de salud, la fila para cambiar una clase, la fila para pagar las tasas, etc., etc., etc. Fue antes del uso de computadoras e internet para hacer estas gestiones; por lo tanto, todo necesitaba hacerse en persona y con abundante papeleo.

Al fin llegó el día en que había terminado todas mis investigaciones, había escrito mi tesis, había pasado mis exámenes orales y escritos, había impreso y encuadernado los tres ejemplares requeridos de mi tesis y, lo más importante, había obtenido las tres firmas que por arte de magia me transformarían en Doctor en Filosofía. Faltaba solo un paso antes de salir de estos seis años difíciles, y de la universidad, con mi título – necesitaba ir al mero centro administrativo, Sproul Hall #1, para entregar mi tesis formalmente a la universidad.

En mi ingenuidad, pensé que no podía haber muchos estudiantes que hubieran sobrevivido seis años así, que hubieran superado todos los obstáculos, que hubieran terminado el maratón y, como yo, estuvieran listos para entregar sus disertaciones. Me imaginaba subiendo las escaleras de mármol que llevaban a Sproul Hall #1 solo, con orgullo, erguido, con los hombros rectos. En lo alto de las escaleras visualizaba a una persona muy digna, ataviada con su toga académica, quien aceptaría mi tesis con la gravedad que merecía, me estrecharía la mano, me diría algo como "bien hecho, Doctor" y me daría una cálida bienvenida a los salones sagrados de la academia.

Qué tonto fui. Cuando llegué a Sproul Hall #1 vi una cola enorme; cientos y cientos de otros posgraduados, cada uno con su tesis en mano, esperando entregarla. Cuando, después de horas, me acerqué a la puerta, noté que nuestra escalera no subía, sino que bajaba a la oscuridad del sótano. Después de aún más espera en la cola, finalmente llegué a la oficina para entregar la tesis. Había un escritorio; detrás estaba sentada una joven, aburrida, masticando chicle. Ella no levantó la vista cuando cada suplicante llegó al escritorio. Como una máquina, extendía su mano, aceptaba el libro, lo abría a la pagina del título, comprobaba con su dedo que tuviera las tres firmas, cerraba el libro, y, otra vez sin levantar la vista, lo arrojaba por encima de su hombro a un enorme cesto de ropa detrás de ella para unirse al montículo creciente de tesis. Así fue mi tierna despedida de la Universidad de California, Berkeley y mi cálida bienvenida a los salones sagrados académicos.

No sabía si reír o llorar. En cambio, me fui con unos compañeros que habían vivido la misma experiencia para tomar mucha cerveza y reírnos de nuestro destino.




Tuesday, March 04, 2025

La historia favorita de mi padre sobre su padre

 

La historia favorita de mi padre sobre su padre

Esta es una historia que contaba mi padre muchas veces y, de hecho, la escribió de una manera mejor que yo puedo. Pero no tengo su versión escrita a mano, y mi padre ya no está aquí para contar la historia él mismo. Entonces, intentaré contarla lo mejor que pueda.

Estos acontecimientos ocurrieron cuando mi abuelo tenía noventa y tantos años. Vivía en Chicago, solo, en un departamento sin ascensor en el segundo piso con vistas a una calle. Al otro lado de la calle estaba su banco. Como dijo él frecuentemente, "a mí me gusta mantener un ojo en mi dinero."

En ese tiempo mi padre, mi madre, mi hermano y yo vivíamos en Albuquerque, Nuevo México. Era una costumbre de mi papá llamar a su padre todos los viernes por la noche. En esta época las llamadas de larga distancia eran muy caras. Mi abuelo, a quien no le gustaba gastar dinero, casi nunca nos llamaba. Entonces, cuando un día mi papá recibió una llamada de su padre, supo que algo estaba seriamente mal.

"Dime, papá, ¿qué pasó?" le preguntó mi padre. "¿Te caíste? ¿Estás enfermo?"

"No, no, no, estoy bien," respondió mi abuelo, "Nomás quiero decirte que vengas a Chicago lo más pronto posible."

"¿Hay alguien más en la familia enfermo?" preguntó mi padre. "¿Tienes que mudarte? ¿Cuál es la emergencia?"

"No puedo decírtelo por teléfono, simplemente ven acá lo más pronto posible," dijo mi abuelo, y colgó.

Por supuesto, mi padre estaba muy desconcertado y preocupado. Tenía las responsibilidades de su trabajo y de la familia, pero como un hijo obediente, rápidamente arregló unos días libres del trabajo, compró boletos de avión y voló a Chicago.

Según contaba mi padre la historia, el viaje fue una pesadilla. Era pleno invierno. El avión tuvo que sobrevolar Chicago por mucho tiempo antes de que pudiera aterrizar. Las calles de Chicago estaban cubiertas de hielo, haciendo el viaje en taxi muy difícil. Ansioso y agotado, subió las escaleras hasta el departamento de su padre y, finalmente, pudo preguntarle a su papá, cara a cara, por qué le había exigido que viniera.

"Es algo sencillo, pero muy importante," explicó. "Mañana, por la mañana, cuando abra el banco, vamos a eliminar a tu hermana de mi cuenta, y poner tu nombre como mi único co-firmante. Después puedes volver a casa."

"Pero papá," protestó mi padre, "¿Por qué diablos quieres eliminar a Rebecca de tu cuenta? Ella es tu hija mayor, y vive aquí mismo, cerca de ti. No creo que ella nunca hiciera nada malo."

"No puedo decirte los detalles," dijo su padre, "pero ya no le confío con mi dinero."

Mi padre trató de disuadir a su padre de esta idea, pero sin éxito. Entonces, al momento que abrió el banco, se pusieron su ropa más abrigada, bajaron las escaleras, cruzaron la calle helada y entraron al banco. Allá, fueron inmediatamente saludados por una de las cajeras bancarias, quien parecía conocer bien a mi abuelo, y él a ella.

"Buenos días, Señor Adler," dijo ella. "¿Cómo puedo ayudarle hoy?"

"Buenos días, Señora Fischer." Poniendo su brazo sobre los hombros de mi padre, dijo con orgullo, "Quiero presentarle a mi hijo, Jaime. Voló aquí desde Albuquerque, Nuevo México sólo para ayudarme. Ya vamos a eliminar el nombre de su hermana de mi cuenta, y poner su nombre en su lugar."

"Le entiendo bien, Señor Adler," dijo ella, lanzando una mirada sospechosa a mi padre, "¿pero está seguro que quiere hacer este cambio? Creo que su hija ha estado como co-signataria por muchos años sin ningún problema."

"Muchas gracias por su preocupación," dijo mi abuelo, "pero estoy seguro. Sigamos adelante y hagamos ese cambio ahora mismo."

"Por supuesto, Señor Adler," respondió, lanzando una mirada aún más sospechosa a mi padre, pero sí arregló los papeles.

Mi papá se quedó con su padre unos días más, limpiando su departamento y su ropa, y asegurándose de que tuviera suficientes alimentos y otros suministros. Después se despidió de su padre, respiró aliviado, y voló a casa.

Pasaron más o menos seis meses cuando recibió otra llamada de Chicago, con las noticias de que apenas había fallecido su padre. Otra vez voló a Chicago, ahora para organizar el funeral y el velatorio. Sabía que habría muchos gastos, pero mi papá estaba seguro que no habría ningún problema; puede simplemente cruzar la calle y, como signatario, tomar los fondos necesarios de la cuenta de su padre.

Cuando entró en el banco, fue recibido por la misma señora Fischer. Ella ya sabía que mi abuelo había fallecido.

"Buenos días, Señor Adler," dijo, "Lamento mucho la muerte de su padre; fue un cliente de muchos años."

"Muchas gracias por sus amables palabras," respondió mi padre. "Desafortunadamente, ya necesito retirar algo de dinero de su cuenta para pagar su funeral. ¿Puede ayudarme con eso?"

"Lo siento, pero no puedo, Señor Adler," dijo con el asomo de una sonrisa. "Usted no es signatario de la cuenta."

"¡Pero hace unos meses mi padre y yo estuvimos aquí, con usted, arreglando exactamente eso!" exclamó mi padre, asombrado. "Usted misma hizo el papeleo."

"Sí, me acuerdo perfectamente bien," respondió ella tranquilamente.

"Entonces, ¿por qué me está diciendo que no estoy signatario?"

"Porque, Señor Adler, unos días después de su visita, su padre regresó al banco y eliminó su nombre de la cuenta."

Mi padre estaba aturdido. "Pero, pero ¿por qué?" tartamudeó. "¿Dijo por qué?"

"Sí," dijo ella, "me acuerdo de sus palabras exactas." Ella hizo una larga pausa.

"¿Cuáles eran?" exigió mi padre.

"Cuáles eran," dijo la señora triunfantemente, "que cualquier hijo suyo quien quiera viajar desde Albuquerque, Nuevo México hasta Chicago en pleno invierno para poner su nombre en su cuenta bancaria solo quería su dinero, y no se podía confiar en él."

"Así fue mi padre," mi papá siempre decía cuando terminaba esta historia, siempre con una risita "Así fue mi padre."