7 Este
Me mudé a Tucson, Arizona en septiembre de 1974 para empezar el segundo año de entrenamiento pos-doctoral. Estaba empezando como un pasante en psicología trabajando en 7 Este, el ala del hospital docente de la universidad de Arizona dedicada a que trataba a pacientes psiquiátricos internados. Como mi primera colocacion en un etorno médico formal, y mi primera expeiencia tratando a pacienties seriamente pertubados, fue un momento bastante difícil.
Sin embargo, dentro de un mes o dos, había llegado a comprender las reglas y rutinas de la unidad/sala/?, había establecido relaciones de trabajo con mis supervisoras, con las enfermeras que realmente dirigín el servicio y con mis pacientes. Sentí que podía empezar relajarme un poco y agradecer/aprovechar la experiencia.
El único aspecto de mis responsibilidades que todavía provocó mucha ansiedad fue mi una-vez-a-la-semana turno de noche de guardia a la sala de urgencias.
En el transcurso del año, mis llamadas a urgencias incluyó tratatando con un miembro corpulento de una pandilla de motociclistas, armado con un cuchillo grandote, persuadiendo a un hombre muy asustado para que liberara a una enfermera aun más asustada que tenía como rehén, y calmando a un adolescente aterrorizado quien estaba convencido que incluso el aire estaba venenoso. Pero esos no fueron mis casos de urgencia más memorables.
La experiencia cumbre, la que de alguna manera extraña epitomizó la locura subyacente de mi año en la unidad de pacientes hospitalizados, se desarrolló una noche a finales de octubre. Mi buscapersonas sonó, me apresuré a ir a la sala de urgencias, y me dirigieron a un cubículo donde caminaba ansiosamente una mujer joven, robusta y con los ojos muy abiertos. Por su edad adiviné que era una estudiante universitaria.
Antes de que pudiera presentarme, ella comenzó la conversacion con la pregunta, “¿Es esto una nave espacial?
No me acuerdo de mi respuesta exacta, pero, por mi entrenamiento, más probable dijó algo como “No, pero es un lugar seguro donde podemos hablar.”
Asi hablamos, y por mucho tiempo. Rápidamente quedó claro que la mujer tan ansiosa –vamos a llamarla Molly – estaba experimentando algún tipo de brote psicótico. No pude determinar si fue inducido por drogas, una posibilidad buena por su edad y el engtorno universitario; un primer episodio esquizofrénico, tambien posible por su edad; o algún otro tipo de descompensación psiciótica. Lo que estaba claro era que ella tenía mucho miedo, estaba confundida y desorganizada, y necesitaba ser ingresada en la unidad psiquiátrica lo mas pronto posible.
Se requirió una conversación larga y intensa, pero poco a poco pude calmarla, tranquilizarla, y convencerla de que estaba en un lugar seguro donde la cuidarían. Me gané su confianza hasta el punto que ella aceptó con cautela venir conmigo a 7 Este.
Siguiendo el protocolo, llamé a la estación de enfermería para alertarlos de que estaba trayendo una paciente nueva y muy agitada a la unidad. “Subela arriba,” la enfermera jefe respondió, “estamos preparadas.”
Lo que la enfermera no me mencionó fue que algo inusual estaba pasando, algo de lo que no estaba al tanto. La fecha fue el 31 de octubre, la noche de Halloween. Aparentemente/al parecer conocido por todos los demás, pero no a mi, 7 Este tenía una tradición de celebrar Halloween a lo grande.
Entonces, cuando las puertas del acensor se deslizan, la escena que enfrentó a Molly no fue exactamente el lugar tranquilo y seguro prometido. La sala común, normalmente austera y seria, ya estaba totalmente decorado con papel crepé naranja y negro, con fantasmas tenues, duendes con miradas torvas y esqueletos crepitantes colgando del techo. La mayoría de los pacientes llevaron máscaras y disfraces, y una pachanga ruidosa estaba en pleno apogeo.
Para agregar a la locura, otra paciente, una adolescente que había estado en la unidad por algunas meses, rebotó hacia nosotros en un disfraz completo de conejo, sacudió sus orejas caidas, y nos saludó con un sonrisa enorme y un grito alegre, “¡Bienvenidos a 7 Este!”
Sería un eufemismo decirle que todos los esfuerzos que me había tomado para calmar y tranquilizar a Molly, para ganar su confianza, para convencerla que la estaba llevando a un lugar seguro y acogedor, fueron instantáneamente aniquilados.
Habría sido mejor, creo, si en realidad hubiéramos salido del acensor y nos encontraramos en una nave espacial.
Por suerte, dos de las enfermeras psiquiátricas de la unidad le dieron un codazo al conejito de bienvenida y se hicieron cargo, escoltando a Molly por los codos hacia una habitación privada donde, supe, ellos la guiarían a través de los procedimientos de admisión estándar y la acomodarían en la unidad.
Me retiré a la estación de enfermería par documentar la visita en la sala de emergencias y empezar su experiente. Duespués de un rato, las enfermeras entraron para agregar sus notas. Ellas me aseguraron que Molly estaba tranquila, y se quedaría en su habitación por la noche.
No exactamente. Han pasado 50 años, pero todavía puedo ver el acto final del drama de la noche con perfecta claridad. La estación de enfermería acristalada daba a la sala común, un espacio grande y circular amueblado con sofás, sillas e incluso una mesa de billar. Las habitaciones de los pacientes alinearon el borde del círculo, cada una con una puerta que se abrió al área común.
Yo alzé la vista de mis notas al momento que la puerta de la habitación de Molly se abrió de golpe. Me di cuenta demasiado tarde que había otro detalle que ni yo ni las enfermeras habrían notado – Molly había llegado llevando botas de montaña con suelas gruesas y pesadas. Ya estaba de pie en la puerta de su habitación, sosteniendo unas de las botas arriba como un atleta a punto de dejar volar una lanza. En ese momento, con una fuerza y determinacíon que parecía expresar exactamente lo que sentía sobre su bienvenida a 7 Este, arrojó la bota tan fuerte como pudo a través de la sala.
Para completar el escenario, imagina a Albert, el involuntario y desprevienido objectivo del lanzamiento. Alberto era una figura fija de la unidad, el paciente que había estado alli por pas tiempo. Era un hombre mudo e inmóvil, de mediana edad, con un diagnóstico de catatonia. Cada mañana fue llevado en silla de ruedas desde su habitacíon hasta su lugar en la sala común. Alla se sentaba, día tras día, inmóvil y en silencio, mientras todas las actividades – terapia de gruupo, terapia ocupacional, juegos – se arremolinaban a su alrededor. Esa noche, en medio de todo el bullicio de Halloween, estaba sentado, como Buda, en su lugar habitual.
Hasta que, como si estuviera destinada, la pesada bota de senderismo se arqueó con gracia a través la sala y lo golpeó, primero con la suela, dandole exactamente en la frente. Esto resultó ser más efectivo que todas las terapias que había recibido, ya que saltó de su silla, escaneó la sala con una mirada furiosa y acusadora, y gritó, “¿Qué que chingado está pasando por aquí? ¡Mis sentimientos exactamente!
Ese es el final de la propia historia, pero me imagino que algunos de ustedes querrían saber lo que le pasó a Molly (y quizás a Albert).
Después de su arrebato, Albert se sentó en su lugar normal y, al menos hasta que yo salí de la unidad 7 meses después, nunca dijo otra palabra. Resultó que Molly estaba sufriendo un episodio esquizofrénico severo y, a lo largo de los próximos días, se volvió aún mas delirante. Felizmente, respondió bien a medicación antipsicótica y finalmente fue dada de alta para recibir atención ambulatoria. Mientras ella se recuperaba en nuestra unidad, formó buenas relaciones con varios de los médicos y enfermeras, pero – fijese – nunca me hablara.
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