La historia favorita de mi padre sobre su padre
Esta es una historia que contaba mi padre muchas veces y, de hecho, la escribió de una manera mejor que yo puedo. Pero no tengo su versión escrita a mano, y mi padre ya no está aquí para contar la historia él mismo. Entonces, intentaré contarla lo mejor que pueda.
Estos acontecimientos ocurrieron cuando mi abuelo tenía noventa y tantos años. Vivía en Chicago, solo, en un departamento sin ascensor en el segundo piso con vistas a una calle. Al otro lado de la calle estaba su banco. Como dijo él frecuentemente, "a mí me gusta mantener un ojo en mi dinero."
En ese tiempo mi padre, mi madre, mi hermano y yo vivíamos en Albuquerque, Nuevo México. Era una costumbre de mi papá llamar a su padre todos los viernes por la noche. En esta época las llamadas de larga distancia eran muy caras. Mi abuelo, a quien no le gustaba gastar dinero, casi nunca nos llamaba. Entonces, cuando un día mi papá recibió una llamada de su padre, supo que algo estaba seriamente mal.
"Dime, papá, ¿qué pasó?" le preguntó mi padre. "¿Te caíste? ¿Estás enfermo?"
"No, no, no, estoy bien," respondió mi abuelo, "Nomás quiero decirte que vengas a Chicago lo más pronto posible."
"¿Hay alguien más en la familia enfermo?" preguntó mi padre. "¿Tienes que mudarte? ¿Cuál es la emergencia?"
"No puedo decírtelo por teléfono, simplemente ven acá lo más pronto posible," dijo mi abuelo, y colgó.
Por supuesto, mi padre estaba muy desconcertado y preocupado. Tenía las responsibilidades de su trabajo y de la familia, pero como un hijo obediente, rápidamente arregló unos días libres del trabajo, compró boletos de avión y voló a Chicago.
Según contaba mi padre la historia, el viaje fue una pesadilla. Era pleno invierno. El avión tuvo que sobrevolar Chicago por mucho tiempo antes de que pudiera aterrizar. Las calles de Chicago estaban cubiertas de hielo, haciendo el viaje en taxi muy difícil. Ansioso y agotado, subió las escaleras hasta el departamento de su padre y, finalmente, pudo preguntarle a su papá, cara a cara, por qué le había exigido que viniera.
"Es algo sencillo, pero muy importante," explicó. "Mañana, por la mañana, cuando abra el banco, vamos a eliminar a tu hermana de mi cuenta, y poner tu nombre como mi único co-firmante. Después puedes volver a casa."
"Pero papá," protestó mi padre, "¿Por qué diablos quieres eliminar a Rebecca de tu cuenta? Ella es tu hija mayor, y vive aquí mismo, cerca de ti. No creo que ella nunca hiciera nada malo."
"No puedo decirte los detalles," dijo su padre, "pero ya no le confío con mi dinero."
Mi padre trató de disuadir a su padre de esta idea, pero sin éxito. Entonces, al momento que abrió el banco, se pusieron su ropa más abrigada, bajaron las escaleras, cruzaron la calle helada y entraron al banco. Allá, fueron inmediatamente saludados por una de las cajeras bancarias, quien parecía conocer bien a mi abuelo, y él a ella.
"Buenos días, Señor Adler," dijo ella. "¿Cómo puedo ayudarle hoy?"
"Buenos días, Señora Fischer." Poniendo su brazo sobre los hombros de mi padre, dijo con orgullo, "Quiero presentarle a mi hijo, Jaime. Voló aquí desde Albuquerque, Nuevo México sólo para ayudarme. Ya vamos a eliminar el nombre de su hermana de mi cuenta, y poner su nombre en su lugar."
"Le entiendo bien, Señor Adler," dijo ella, lanzando una mirada sospechosa a mi padre, "¿pero está seguro que quiere hacer este cambio? Creo que su hija ha estado como co-signataria por muchos años sin ningún problema."
"Muchas gracias por su preocupación," dijo mi abuelo, "pero estoy seguro. Sigamos adelante y hagamos ese cambio ahora mismo."
"Por supuesto, Señor Adler," respondió, lanzando una mirada aún más sospechosa a mi padre, pero sí arregló los papeles.
Mi papá se quedó con su padre unos días más, limpiando su departamento y su ropa, y asegurándose de que tuviera suficientes alimentos y otros suministros. Después se despidió de su padre, respiró aliviado, y voló a casa.
Pasaron más o menos seis meses cuando recibió otra llamada de Chicago, con las noticias de que apenas había fallecido su padre. Otra vez voló a Chicago, ahora para organizar el funeral y el velatorio. Sabía que habría muchos gastos, pero mi papá estaba seguro que no habría ningún problema; puede simplemente cruzar la calle y, como signatario, tomar los fondos necesarios de la cuenta de su padre.
Cuando entró en el banco, fue recibido por la misma señora Fischer. Ella ya sabía que mi abuelo había fallecido.
"Buenos días, Señor Adler," dijo, "Lamento mucho la muerte de su padre; fue un cliente de muchos años."
"Muchas gracias por sus amables palabras," respondió mi padre. "Desafortunadamente, ya necesito retirar algo de dinero de su cuenta para pagar su funeral. ¿Puede ayudarme con eso?"
"Lo siento, pero no puedo, Señor Adler," dijo con el asomo de una sonrisa. "Usted no es signatario de la cuenta."
"¡Pero hace unos meses mi padre y yo estuvimos aquí, con usted, arreglando exactamente eso!" exclamó mi padre, asombrado. "Usted misma hizo el papeleo."
"Sí, me acuerdo perfectamente bien," respondió ella tranquilamente.
"Entonces, ¿por qué me está diciendo que no estoy signatario?"
"Porque, Señor Adler, unos días después de su visita, su padre regresó al banco y eliminó su nombre de la cuenta."
Mi padre estaba aturdido. "Pero, pero ¿por qué?" tartamudeó. "¿Dijo por qué?"
"Sí," dijo ella, "me acuerdo de sus palabras exactas." Ella hizo una larga pausa.
"¿Cuáles eran?" exigió mi padre.
"Cuáles eran," dijo la señora triunfantemente, "que cualquier hijo suyo quien quiera viajar desde Albuquerque, Nuevo México hasta Chicago en pleno invierno para poner su nombre en su cuenta bancaria solo quería su dinero, y no se podía confiar en él."
"Así fue mi padre," mi papá siempre decía cuando terminaba esta historia, siempre con una risita "Así fue mi padre."
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